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Propiedad

Parece que todo espacio de la ciudad le pertenece a alguien. Pero, ¿a quién? ¿No es un bien colectivo, una construcción social?

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El artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) reconoce como propiedad originaria de la nación a toda la tierra del país, a partir de la cual transmite su dominio para constituir la propiedad privada.

Esta propiedad "derivada" está sujeta a diversas regulaciones y limitaciones de interés público, reconociendo tres tipos de propiedad: pública (bienes de dominio público, mismos que están fuera del comercio y son inalienables, imprescriptibles e inembargables), social (propiedad ejidal y la propiedad comunal), y privada.

En cualquiera de sus tipos, un propietario tiene el derecho de obtener frutos y rendimientos de sus bienes. Igualmente puede enajenarlos, arrendarlos, alquilarlos libremente, con las limitaciones que fijen las leyes. Los propietarios no pueden ser privados de este derecho de forma arbitraria.

En paralelo a esas prerrogativas, el derecho de propiedad también tiene una serie de límites a su ejercicio y obligaciones de diverso tipo (fiscales, sanitarias, seguridad), así como condicionantes para su uso, aprovechamiento y disposición (ambientales, urbanísticas, cultura, riesgo, edificación).

Hoy día se discute si el derecho de propiedad es un derecho fundamental. Estos son derechos universales y constitutivos de la igualdad y del valor del individuo (inalienables, inviolables, personalísimos e invariables), características que no tiene el derecho de propiedad.

La propiedad es la condición sobre la cual se genera la disputa de la ciudad. La disputa sobre la ciudad termina con la propiedad y continúa con la apropiación. La posesión de un bien —en este caso el suelo urbano y lo que se edifica sobre éste— sólo tiene sentido en su lógica de valor, el cual se divide en dos factores: su valor de uso y su valor de cambio.

La propiedad es por tanto una mercancía y como tal se rige por la acción del mercado, que no es otra cosa más que el intercambio en forma monetaria entre quienes desean y pueden adquirir lo que otros están dispuestos a intercambiar, dado que su valor de cambio es superior a su valor de uso.

En la ciudad —particularmente en sus distintas centralidades— lo que no se puede tener en propiedad resulta objeto de apropiación, posesión, uso, usufructo o concesión, ya sea de manera colectiva o individual: la banqueta, el lugar de estacionamiento, el puesto informal, el parque, el barrio, la alcaldía, la ciudad. Pareciera que nada puede ser de nadie.

¿A quién pertenece la ciudad? Se vuelve pregunta obligada frente a los procesos de creciente apropiación privada de suelo público. El suelo es un recurso vital y escaso que debería obedecer primeramente a una función social.

Toda forma de propiedad es una relación social que refleja el balance de poder entre las clases sociales. La propiedad actúa como ordenador del territorio, dicta la fundamentación jurídica de la planeación urbana que a su vez refleja los conflictos intrínsecos entre propiedad privada individual con otros tipos de propiedad común y pública. La regulación de este bien escaso por parte del mercado ha convertido al suelo en mercancía y genera mecanismos de inclusión/exclusión de la población, de acuerdo a su capacidad de pago.

Bajo este panorama, la defensa del suelo público en todas sus dimensiones resulta imperativa. Experimentar con nuevas formas alternativas de propiedad (cooperativas de vivienda, bolsas de suelo, fideicomisos, entre otros), hasta desarrollar nuevas tipologías arquitectónicas y urbanas que maximicen el espacio público y aumenten las áreas de uso común, son algunos de los retos si queremos avanzar hacia ciudades incluyentes, justas y con alta calidad de vida.

El artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) reconoce como propiedad originaria de la nación a toda la tierra del país, a partir de la cual transmite su dominio para constituir la propiedad privada.

Esta propiedad "derivada" está sujeta a diversas regulaciones y limitaciones de interés público, reconociendo tres tipos de propiedad: pública (bienes de dominio público, mismos que están fuera del comercio y son inalienables, imprescriptibles e inembargables), social (propiedad ejidal y la propiedad comunal), y privada.

En cualquiera de sus tipos, un propietario tiene el derecho de obtener frutos y rendimientos de sus bienes. Igualmente puede enajenarlos, arrendarlos, alquilarlos libremente, con las limitaciones que fijen las leyes. Los propietarios no pueden ser privados de este derecho de forma arbitraria.

En paralelo a esas prerrogativas, el derecho de propiedad también tiene una serie de límites a su ejercicio y obligaciones de diverso tipo (fiscales, sanitarias, seguridad), así como condicionantes para su uso, aprovechamiento y disposición (ambientales, urbanísticas, cultura, riesgo, edificación).

Hoy día se discute si el derecho de propiedad es un derecho fundamental. Estos son derechos universales y constitutivos de la igualdad y del valor del individuo (inalienables, inviolables, personalísimos e invariables), características que no tiene el derecho de propiedad.

La propiedad es la condición sobre la cual se genera la disputa de la ciudad. La disputa sobre la ciudad termina con la propiedad y continúa con la apropiación. La posesión de un bien —en este caso el suelo urbano y lo que se edifica sobre éste— sólo tiene sentido en su lógica de valor, el cual se divide en dos factores: su valor de uso y su valor de cambio.

La propiedad es por tanto una mercancía y como tal se rige por la acción del mercado, que no es otra cosa más que el intercambio en forma monetaria entre quienes desean y pueden adquirir lo que otros están dispuestos a intercambiar, dado que su valor de cambio es superior a su valor de uso.

En la ciudad —particularmente en sus distintas centralidades— lo que no se puede tener en propiedad resulta objeto de apropiación, posesión, uso, usufructo o concesión, ya sea de manera colectiva o individual: la banqueta, el lugar de estacionamiento, el puesto informal, el parque, el barrio, la alcaldía, la ciudad. Pareciera que nada puede ser de nadie.

¿A quién pertenece la ciudad? Se vuelve pregunta obligada frente a los procesos de creciente apropiación privada de suelo público. El suelo es un recurso vital y escaso que debería obedecer primeramente a una función social.

Toda forma de propiedad es una relación social que refleja el balance de poder entre las clases sociales. La propiedad actúa como ordenador del territorio, dicta la fundamentación jurídica de la planeación urbana que a su vez refleja los conflictos intrínsecos entre propiedad privada individual con otros tipos de propiedad común y pública. La regulación de este bien escaso por parte del mercado ha convertido al suelo en mercancía y genera mecanismos de inclusión/exclusión de la población, de acuerdo a su capacidad de pago.

Bajo este panorama, la defensa del suelo público en todas sus dimensiones resulta imperativa. Experimentar con nuevas formas alternativas de propiedad (cooperativas de vivienda, bolsas de suelo, fideicomisos, entre otros), hasta desarrollar nuevas tipologías arquitectónicas y urbanas que maximicen el espacio público y aumenten las áreas de uso común, son algunos de los retos si queremos avanzar hacia ciudades incluyentes, justas y con alta calidad de vida.